En la noche de Navidad de diciembre de 1952, el Papa Pío XII, emitió un hermoso mensaje radiofónico con el corazón puesto en los pobres y humildes del mundo. El documento leído se llama Levate Capita, es decir, «Alzad vuestras cabezas», inspirado en un pasaje del Evangelio de San Lucas el cual nos dice que cuando comiencen a suceder las señales de la desolación profunda, entonces, los más pobres, los marginados, los descartados son llamados a cobrar ánimo, a levantar sus cabezas, ya que el momento de la liberación está cerca. Este anuncio señala el día en que Jesucristo retornará nuevamente sobre la tierra con gran potestad y majestad, “para reanudar con la humanidad, dice Pio XII, su coloquio revestido de Juez soberano, es recordado y dirigido a los creyentes por la liturgia navideña como una invitación a apartar de sus frentes todo velo de angustia y acoger en sus almas la gran esperanza de salvación que, renovada de Navidad en Navidad, irradia desde la humilde cuna de Belén, reveladora de la benignidad y de la misericordia del Sumo Dios”. Ese mensaje de hace 65 años retumba como trueno en cada calle de Venezuela donde hay un coro doliente que brota ronco de las encallecidas gargantas de los pobres y oprimidos, “aquellos que por cualquier motivo gimen en las aflicciones y cuya vida está como condicionada por el respiro de esperanza que se sabe infundirles y por la medida de socorro que se les llega a procurar”. Venezuela se nos ha vuelto, en nuestras narices y, muchas veces, con nuestra colaboración, en una larga pena cuyo origen son los estómagos vacíos de nuestros propios hermanos.
Alcemos nuestras cabezas, ya que, “si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha” (Sal. 34,7). No podemos perder la esperanza, aunque sintamos que, en apariencia, lo hemos perdido todo. Esto nos lo dice el Papa Francisco quien, el pasado 19 de noviembre, instaló la I Jornada Mundial de los Pobres en la cual éramos exhortados a no amar sólo con las palabras, sino con obras, con acciones, con hechos concretos. Un mandato que nos desnuda San Juan para hacernos ver el profundo abismo que a menudo hay entre las palabras vacías y los hechos concretos. Jesucristo no fue un demagogo, sus primeros discípulos tampoco, ¿lo vamos a hacer nosotros? El amor no consiente en pretextos, ni evasivas ni subterfugios. El que quiere amar como Jesús, nos dice el Papa Francisco, “ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres”. El Papa nos invita a ponernos en sintonía con los primeros cristianos que llegaron a vender sus posesiones y bienes para repartirlos entre todos, según la necesidad de cada uno (Hch 2,45). Los pobres tienen un papel protagónico en el plan de Dios, ya que han sido elegidos, justamente, para ser ricos en la fe y herederos del reino. Sin embargo, en nuestro país, los pobres han sido afrentados, han sido blanco de la ambición desmedida por el control de todo, hasta la pretensión inescrupulosa de apropiarse de la dignidad que les ha sido otorgada desde el principio de los tiempos. Desde la carta del apóstol Santiago nos lanzan una pregunta que deja al desnudo a todos los poderosos: “¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales?”. Una verdad nos es revelada en el mismo momento en que comprendemos que Dios ha decidido nacer en medio de los pobres, allí se desnuda frente a nuestros ojos, parte de la dignidad que nos envuelve como pobres. Y Cristo, que es ese Dios hecho hombre, no sólo ha nacido entre pobres, sino que decidió quedarse entre ellos, entre nosotros, fue su opción preferencial.
Precisamente por ello, el corazón de las Bienaventuranzas late en medio de los pobres. En el caso que nos ocupa, recordar ese hermoso episodio al que nos expone el Sermón de la Montaña (Mt. 5, 1-12) nos conlleva a pensar en el sentido en el cual son señalados como bienaventurados los pobres y oprimidos. Boecio, por ejemplo, piensa que la bienaventuranza, es decir, la felicidad, es un estado que se hace perfecto en la medida en que armonizamos en nuestra vida todos los bienes. Santo Tomás de Aquino, por su parte, unifica el criterio antes expuesto agregándole una dimensión que busca, además, la vida futura. Kant piensa que es la consecuencia de la satisfacción de todas nuestras necesidades. Sin embargo, estas ideas el tiempo las fue disolviendo hasta el punto en que concebimos la felicidad hoy, no como expresión de una vida plena, sino el superficial encanto que supone la posibilidad de consumir todo lo que se pueda en el orden material. Por esta razón, se gesta una cultura que nos envuelve a todos, aquella según la cual la felicidad sólo es posible si logramos acumular la mayor cantidad de riquezas sin importar las consecuencias que ello implique. Sin embargo, cuando Jesucristo habla de bienaventurados lo hace en el sentido en que lo aplicaban los griegos, es decir, la comprensión de la felicidad desde el «makarios» que significa la dicha reservada únicamente para los dioses. Anselm Grün nos ayuda a entender esto cuando afirma que los dioses del Olimpo eran libres, no estaban subyugados al trabajo ni al agotamiento de vivir. “No necesitaban depender de nadie. Eran totalmente ellos mismos, vivían en perfecta armonía consigo mismos, independientes de los seres humanos y de poderes y fuerzas exteriores”.
Cuando Cristo nos señala como bienaventurados nos eleva, nos recuerda nuestra dignidad, nos pide que alcemos nuestras cabezas, pero no porque podamos alcanzar esa bienaventuranza, sino porque ya ella está en nosotros como expresión inequívoca de ser hijos de Dios. No se trata de un deseo acariciado por Cristo, tampoco es una promesa. No se trata de que los pobres merezcan la felicidad o de que algún día llegará a sus vidas. Se trata de una constatación llena de entusiasmo, no es una consecuencia, sino una expresión de nuestra conducta. Cristo sólo arroja luz en medio de las oscuridades queuna cultura del descarte ha sembrado en nuestros corazones. Luz que nos invita a ver el verdadero sentido de nuestra existencia. Por ello, la Iglesia latinoamericana gritó en Medellín (1968) que sólo a la luz de Cristo se esclarece verdaderamente el misterio del hombre. En 2018 Medellín cumple 50 años y todavía sigue siendo una queja que clama al cielo la necesidad de promocionar humanamente al pobre con la finalidad de que, de una buena vez, aprendamos a respetar su dignidad personal. Que dejen de ser el común denominador de discursos políticos vacíos que dicen amar a los pobres, a los marginados, pero sólo como trampolín para acceder a puestos de poder y buscar el dominio del otro para beneficio individual y partidista, como ha sido el caso venezolano.
Por esto el Papa Francisco nos invita a no amar de palabra sino con obras para que no seamos como aquellos hombres que denunciaba San Juan Crisóstomo cuando decía que si queríamos honrar verdaderamente el cuerpo de Cristo, no podemos despreciarlo cuando está desnudo; no honrar al Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidamos a ese otro Cristo que sufre por frío, desnudez, por hambre y por falta de medicamentos. Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, dice el Papa Francisco, a encontrarlos, “a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma”. Para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús pobre. Ese fue el testimonio viviente de San Francisco de Asís, de Santa Teresa de Calcuta, ese es el corazón del amor que llevó al martirio a Monseñor Oscar Romero, ese es el corazón de la Iglesia. No se trata de gritar que se cree y se ama a Cristo redentor, se trata de promocionar en todos los órdenes a los más pobres y en su felicidad plena que arda el fuego de nuestra fe. No se puede gritar a los cuatros vientos que se cree y se ama al Cristo redentor si mi silencio condena a morir de hambre o por falta de medicamentos a cientos de miles y luego bailar, sin rubor alguno, sobre sus tumbas y el lamento de madres y padres. La pobreza, recuerda el Papa Francisco, tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. La pobreza es fruto maduro de la injusticia social, de la miseria moral, de la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada.
Allí donde el demonio de la organización invade y tiraniza al espíritu humano, se manifiestan velozmente los síntomas de la falsa y anormal orientación del desarrollo social, afirmó el Papa Pío XII en aquel mensaje navideño de 1952. Palabras que caen como trueno para iluminar nuestros ojos y poder contemplar con vergüenza el enorme ejército doliente de los pobres esparcidos por todo el territorio nacional, entre ellos, nosotros mismos. Resalta como amarga la miseria de aquellos que, habiendo quedado menos que despojados de su renta por la constante y casi crónica desvalorización de la moneda, “han caído en la más triste indigencia, frecuentemente después de una vida de estrecheces y de fatigoso trabajo, obligada ahora a acabar en la vergüenza de la mendicidad”. En Venezuela han crecido fortunas materiales, riquezas descaradas que se han acumulado en manos de muy pocos, de un sector muy reducido de la sociedad directamente vinculado, a viva voz o en silencio cobarde, al partido de gobierno. Fortunas que comenzaron a crecer de la mano de la ilegalidad y de la brutal violación de la dignidad humana amparados en un sistema propagandístico que promulgaba el escándalo ante la pobreza derramada por gobiernos anteriores. Sin embargo, esa pobreza señalada no sólo se agudizó, sino que se multiplicó de manera desenfrenada, ante eso, todo aquel que lo señala es acusado de apátrida y de ir, paradójicamente, contra los intereses del pueblo, de los más pobres, de los más hambrientos. En Venezuela hemos sido ricos en descaro, cinismo y soberbia. Descaro, cinismo y soberbia que han crecido irracionalmente en la medida en que se hace más gruesa y larga la lista de muertos por hambre y falta de medicamentos.
No amemos con la palabra, sino con obras. Por ello, no basta con decirles a los pobres que alcen sus cabezas. Hay que buscar los caminos que hagan posible este llamado del Evangelio. Sigamos el ejemplo de San Francisco de Asís en esta Navidad que se acerca en medio de dolores y angustias, que no se conformó con abrazar y dar limosna. “Cuando vivía en el pecado, dice el pobre de Asís, me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo”. Tendamos la mano y que ese gesto de amor y desprendimiento sea la invitación a nuestros hermanos a alzar sus cabezas. No descuidemos al que sufre por frío y desnudez, por hambre o falta de medicamento, en muchos casos, basta el acompañamiento de corazón, la preocupación sincera, la ocupación desinteresada. Alcemos la cabeza, seamos pesebre para recibir al Cristo que decidió por amor nacer en el vientre de una mujer pobre, en medio de una familia pobre, en la ciudad más pobre entre las pobres. Salgamos al encuentro de ese Cristo que está siendo crucificado otra vez en nuestras propias calles, en nuestra propia cuadra y juntos, él y nosotros, alcemos la cabeza, ya que de nosotros será el reino de los cielos, porque seremos consolados, heredaremos la tierra, seremos saciados, alcanzaremos la misericordia y veremos a Dios, aquí y ahora. Alcemos nuestras cabezas que el momento de la liberación está cerca.
Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum