Viviendo la caridad según San Alberto Hurtado
- Valmore Muñoz Arteaga*
- 4 jun 2016
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“Odio y matanza es lo que uno lee en las páginas de la prensa cotidiana; odio es lo que envenena el ambiente que se respira”, esto lo escribía San Alberto Hurtado en la Hora Santa predicada un 4 de abril de 1944 en Radio Mercurio a propósito de la guerra que se desarrollaba en Europa que cambió para siempre las reglas del juego internacional y la manera de ejercer la política. Drama que lo llevó a recordar, una vez más, aquel pasaje del Génesis en el cual Caín le preguntaba a Dios: ¿Qué tengo que ver con la sangre de mi hermano? afirmaba cínicamente Caín (cf. Gn 4,9), y algo semejante parecen pensar algunos hombres que se desentienden del inmenso dolor que pasa arrollador por el hogar de tantos. Esos dolores, decía angustiado San Alberto Hurtado, son nuestros, no podemos desentendernos de ellos. San Alberto Hurtado fue un notable abogado, legislador y jesuita chileno fundador del Hogar de Cristo, de la Federación de Estudiantes de Ingeniería Química de la Universidad Católica Argentina y de la Pastoral Universitaria de Mendoza (Argentina) que se caracterizó por su apasionada vocación al trabajo social y a la vida universitaria.
San Alberto Hurtado fue un entusiasta de la Doctrina Social de la Iglesia que la ejercía desde una mirada llena de amor y de interés al ser humano, a la tierra, a esta tierra tan llena de valor y de sentido, ya que: “todo el esplendor del cual se enriquece el cielo, se fabrica en la tierra. El cielo es el granero del Padre, pero el más hermoso granero del mundo no ha añadido jamás un solo grano a las espigas, ni una sola espiga al sembrado. El trigo sólo crece en el barro de esta tierra”. Por ello, siempre tuvo claro que el cristiano cobraba forma en la medida en que amaba a sus hermanos. Un amor que tenía sus ojos fijos en la caridad a la cual no podía renunciar ni en las condiciones más adversas, ya que, “quien renuncia a la caridad fraterna, renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de Jesucristo, esto es, de su Iglesia”. En tal sentido, nos invita, siguiendo el magisterio de la Iglesia de Cristo, a vivir a partir de la caridad, tal y como lo reitera San Pablo al señalarnos: “Haceos por la caridad, servidores los unos de los otros, pues toda nuestra ley está contenida en una sola palabra: Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Gal. 6,12).
Para el santo chileno la caridad era la comprensión íntima del amor cristiano traducido a la vida cotidiana que inspira cada una de sus acciones. En la caridad, no le cabe duda, se mide la fidelidad a Cristo, pues ésta es reflejada en la fidelidad de amor hacia el prójimo. Entiende así que la verdadera devoción no consiste exclusivamente en buscar a Dios en el cielo o a Cristo en la Eucaristía, también en verlo y servirlo en la persona de cada uno de los hermanos con quienes compartimos esta casa que nos es común a todos por igual. El centro de la caridad que va tejiendo con miras a la construcción de una civilización amorosa (Pablo VI) es un amor que no es vano sentimentalismo, sino un sacrificio recio, duro, que no se detuvo ante las espinas, los azotes, y la cruz. Un amor que nos recuerda que también hay otro corazón que nos ama, el Corazón de su Madre, y Madre nuestra, “que nos aceptó como hijos cuando su Corazón estaba a punto de partirse de dolor junto a la Cruz, al ver cómo sufría el Corazón de Jesús, su Hijo, por nosotros los hombres de esta tierra, redimida por el dolor de un Dios hecho hombre, que quiso asociar a su redención el dolor de su Madre y el de sus fieles. El mensaje de amor de Jesús y de María, urge nuestro amor”.
Este amor más allá de todo amor, este amor que vence lo imposible y nos ubica en la frecuencia sinfónica de la verdad trinitaria es el núcleo fundamental de la revelación de Jesús, es decir, la «la buena nueva», es pues nuestra unión, afirma San Alberto, la de los hombres todos con Cristo, dejando muy claro una de las novedades del amor cristiano: “no amar a los que pertenecen, o pueden pertenecer a Cristo, por la gracia, es no aceptar y no amar al propio Cristo”. En tal sentido, para San Alberto Hurtado, el amor es una instancia que supera con creces cualquier sensiblería, ya que constituye el motor de toda acción moral y de la concepción de lo humano. Intuimos un posible nexo entre las ideas de San Alberto y el pensamiento ético de Scheler para quien el amor resulta siendo un movimiento de la naturaleza, un acto espiritual, un acto espontáneo que lanza al ser humano hacia la aventura del darse por completo.
Hay en el ser humano, así lo comprende nuestro santo y la Doctrina Social de la Iglesia, suficientes cualidades y energías, y hay una bondad fundamental porque es imagen de su Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, cercano a todo hombre, y porque la acción enérgica del Espíritu Santo colma la tierra. Cualidades y energías que son, por cierto, concretas, amor real, amor sin fronteras, que no conoce tiempo, amor que no se detiene ante el agravio, la ofensa o la maldad, que no es pura declaración platónica “sino que trata de encarnarse en obras, en servicio, al menos en deseos, en plegarias”. El realismo de la caridad obliga su traducción en obras que estén, en todo momento, a la altura del amor que profesa. “Nada puede hacer tanto daño a nuestra religión como ese horrendo contraste entre la predicación oral de una doctrina que pone como corona de las virtudes y distintivo de su fe a la caridad y al egoísmo práctico, la vida encerrada en sí misma de quienes dicen profesar esa doctrina”. Advierte con seguridad amparada en los evangelios que el Cristianismo será juzgado por nuestros contemporáneos por el realismo de nuestra caridad. Una caridad que brota del sublime destello de la humildad, de lo pequeño, de lo casi imperceptible, pero que atraviesa al ser humano en toda su infinita finitud, ya que ella comienza, afirma Mario Briceño-Iragorry, por cumplir lo menudo, lo casi invisible de la vida cotidiana. “Ella, como nexo que une a los individuos, es a la sociedad lo que las cargas eléctricas a los electrones que integran la estructura infinitesimal de la materia. Sin caridad no hay cohesión. Sin caridad prospera la guerra. Justamente es ella lo que Marx olvidó para animar el comunismo que, al final de la lucha de clases, reprimiría la violencia” (Briceño-Iragorry). La caridad del cristiano, reflexiona San Alberto, es una necesidad del corazón que se manifiesta por la inspiración misma de su actividad; es lo que su fe reclama de él; es una pasión por la cual se ve obsesionado y atormentado; un amor a sus hermanos que inunda las profundidades de su alma, ilumina todos sus pensamientos, penetra todos sus sentimientos, orienta toda su conducta y lleva al máximo su rendimiento a favor de sus prójimos.
Hace suyas, encarnan en él, las palabras del Apóstol que afirman que “la caridad es sufrida, es bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, complácese, sí, en la verdad, a todo se acomoda, lo cree todo, todo lo espera y lo soporta todo. La caridad nunca fenece; en cambio las profecías se terminarán, y cesarán las lenguas y se acabará la ciencia… Ahora permanecen estos tres: la fe, la esperanza y la caridad; pero de los tres la caridad es la más excelente” (1 Cor. 13, 1-13). Esta es parte de la doctrina social de San Alberto Hurtado, por lo tanto, es como decir que es también una parte de su filosofía moral y de vida. Una vida y un pensamiento que comienzan a tejerse en las profundas enseñanzas de San Ignacio de Loyola y terminan atravesando sus principales intereses centrados, cada uno de ellos, en una mística de acción que reconoce a Cristo en la persona de los más humildes y de allí, de esa contemplación comprende el amor cristiano en su sentido más pleno, en su dimensión más radical de la justicia en las relaciones humanas. Este año Jubilar de la Misericordia, revisarnos a la luz de las enseñanzas de San Alberto Hurtado, nos podría conducir a indagarnos por medio de una experiencia real y vital del amor cristiano, ese que huele a pobre, a calle con sol ardiendo, que huele al ser humano descartado por las miserias del poder. He aquí unas líneas, pocas sin duda, pero que fueron sentidas a partir del interés personal de hacer circular este nombre de la Iglesia latinoamericana y universal. Un hombre, San Alberto Hurtado, y su Iglesia que como Cristo dan, dan, dan y dan hasta que se la caigan los brazos de dolor y de cansancio. Dan, dan y dan, pues, dar desde el amor de Cristo es siempre un fuego que enciende siempre otros fuegos. Con los pies en tierra y la mirada en el cielo. Paz y Bien.
*Valmore Muñoz Arteaga. Decano de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Católica de Maracaibo, Venezuela. Profesor de Humanismo Cristiano. Profesor de Iglesia y Educación. Profesor de Lengua y Literatura. Colegio Alemán de Maracaibo. @vmunozarteaga