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Valmore Muñoz Arteaga

Papa Francisco, misericordia y diálogo


Hemos cerrado la Puerta Santa del Año Jubilar de la Misericordia. Un año realmente muy duro para la humanidad. Año en el cual hemos vuelto a ver cómo la oscuridad se ajustaba con grotesca efectividad en actos humanos. Oscuridad que ha brillado histéricamente en Venezuela. Ha querido Dios que la clausura de este año misericordioso coincida con uno de los momentos más complejos en la historia venezolana de los últimos años. Momento en el cual deberían privar la buena voluntad, el amor, la búsqueda del bien común y el perdón. Momento que debería despuntar por la necesidad de acudir al llamado a tener la mirada fija en la misericordia “para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre” (Misericordiae Vultus). Sin embargo, el signo que nos desnuda ante la historia en este momento es uno muy distinto, diametralmente distinto. Un signo que se ha cebado en la intriga, la división, los intereses bastardos y la negación del otro bajo el amparo de un diálogo que no es otra cosa que un retablo de risas babeando su miseria sobre el hambre, la muerte y el dolor de los más pobres. Un diálogo que es un compromiso al que nos obliga la responsabilidad histórica, pero al que hemos acudido llenos de confusión, desconfianza, de odios, de intensiones tejidas al borde de la medianoche, donde actúan tradicionalmente los ladrones. Cerramos el Año Jubilar de la Misericordia y el amor visceral que debió ser el motor de nuestros actos no ha tenido en Venezuela el objetivo acariciado por la Iglesia.

Una de las características más sobresalientes del todavía corto pontificado del Papa Francisco ha sido su constante llamado al diálogo para solventar las diferencias entre los hombres, entre los pueblos, los países, las culturas y las religiones. En todos sus viajes, en todos sus encuentros, el diálogo ha sido la constante. Se ha reunido con todos a la luz de todos y a cada uno le ha dicho lo mismo sin desconocer cada realidad particular: diálogo, diálogo y más diálogo. No sólo por asuntos que guardan estrecha relación con el misterio trinitario, sino por ser el diálogo una de las conquistas más hermosas y efectivas del hombre a lo largo de la historia. Sin embargo, “cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien” (Evangelii Gaudium). El diálogo, lo sabemos desde siempre, cuando brota de la raíz de la honestidad y el amor, es el camino más expedito para alcanzar el bien común y la paz, pero no una “que sirva como excusa para justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden” (E.G.) Brota de la humildad en el sentido profundo del término, por la que el hombre está siempre disponible a la verdad: libre en la verdad, porque es siervo de ella. El anuncio del diálogo como camino hacia la paz social no es el de una mera negociación, sino la convicción de buscar, a riesgo de los propios intereses individuales, que la unidad del Espíritu armonice todas las diversidades. Lógicamente, si nuestros ojos están cerrados a la razón, al futuro, al amor, es poco probable que alcancemos a ver más allá. Si nuestros ojos han sido consumidos por la angustia y el desespero es poco probable ver el profundo gesto de amor que Francisco ha tenido con los venezolanos. Con esos ojos, humanos, demasiado humanos, el hombre no logra tener acceso a la historia detrás de la historia.

El Papa Francisco, al igual que Juan Pablo II, está convencido de que el diálogo, más que un intercambio de ideas, es un intercambio de «dones». La Iglesia sabe, lo experimentó en carne propia durante las largas jornadas del Concilio Vaticano II, que el resultado del diálogo no es necesariamente el sacrificio de los principios de unos por los principios de otros, es, más bien, alcanzar la unidad mediante la pluralidad. El diálogo es un instrumento natural que nos permite confrontar diversos puntos de vista, pero, especialmente, examinar las divergencias que obstaculizan la plena comunión entre los seres humanos. “La diversidad es bella cuando acepta entrar constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de pacto cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada»” (E.G.) La misericordia le brinda al diálogo una posibilidad que lo ayuda a penetrar en una plenitud más profunda. Una plenitud que sitúa a los dialogantes en una esfera superior y los ayuda a verse como personas colmadas de una dignidad que no permite otra cosa más que la búsqueda de la verdad dentro de nuestras verdades, dentro de la cual la realidad es mucho más importante y definitiva que las ideas, y el todo prevalece a la parte. Bajo estas premisas, el Papa Francisco aceptó que la Iglesia sirviera de mediadora entre los sectores en conflicto en Venezuela, y lo hizo como lo ha hecho siempre, en todo momento, en toda circunstancia, sólo como garantizadora del diálogo, más no como factor de decisión. En Evangelii Gaudium, Francisco lo deja muy claro: “la Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la colaboración con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar este bien universal tan grande”. Evangelio de la paz que trae consigo un elemento sustancial para el diálogo en tiempos de misericordia: el perdón. El perdón, afirma el Santo Padre,es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza. No puede haber paz si no hay diálogo y no puede haber diálogo si no hay perdón.

La Iglesia siempre va a acompañar toda posibilidad que busque el enaltecimiento de la dignidad del hombre, en especial, la de los más necesitados. Siempre acompañará a toda fuerza social que impulse el respeto a la vida, al ser humano y a sus derechos inalienables, “acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona humana y al bien común. Al hacerlo, siempre propone con claridad los valores fundamentales de la existencia humana, para transmitir convicciones que luego puedan traducirse en acciones políticas” (E.G.) Acompaña todas estas propuestas, ya que, la primera verdad de la Iglesia siempre fue, es y será el amor de Cristo y donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. Y para ser capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. “Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige” (M.V.) Sin embargo, en Venezuela hay mucho ruido, mucho escándalo innecesario, muchos gritos, pero que, en todo caso, gritos que no pueden ocultar el clamor de los más pobres que mueren por doquier de hambre, de violencia, de indolencia.

El Papa Francisco, en tiempos de misericordia, expone la necesidad primordial de que nadie puede convertirse en el juez del propio hermano, por lo tanto juzgar y condenar no son caminos por los cuales se debe transitar para alcanzar lo que se espera del diálogo. “¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia!” (M.V.) El diálogo en tiempos de misericordia, que es el diálogo al que nos invita el Papa Francisco, es aquel que nos exhorta a “llevar una palabra y un gesto de consolación a los pobres, anunciar la liberación a cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna, restituir la vista a quien no puede ver más porque se ha replegado sobre sí mismo, y volver a dar dignidad a cuantos han sido privados de ella” (M.V.) El diálogo, recordando a Juan Pablo II, es el intercambio de dones, los dones, según la Doctrina de la Iglesia Católica, son medios imperecederos proporcionados por el Espíritu Santo, de los cuales el creyente obtiene de Dios las gracias y carismas necesarios para sobrellevar la vida terrena con santidad. Los dones, según la fe católica, son siete: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Todos los involucrados en el diálogo venezolano han afirmado reiteradamente ser creyentes, ser cristianos, ser católicos, en tal sentido, no tendría por qué existir inconvenientes en generar gestos, muestras de apertura al otro por medio de la piedad, por ejemplo, que permita la liberación de todos los presos políticos. Por medio de la inteligencia y la sabiduría que ayuden a comprender cómo adecentar el juego democrático cuya esencia descansa en la elección popular. Por medio del temor de Dios que nos orienta a actuar siempre en procura del bien común por medio del sacrificio personal. Resulta desolador y lamentable suponer que el dolor de tantas madres sólo sirve para engalanar un discurso, de todas maneras pobre, cuyo único fin es permitir el acceso a posiciones de privilegio.

Cuando iniciamos el Año Jubilar de la Misericordia, la Iglesia se estableció unos objetivos cuyo fin era transformarse en el eco de la Palabra de Dios resonando fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda, de amor. Una Iglesia que nunca se canse “de ofrecer misericordia y sea siempre paciente en el confrontar y perdonar”. Nos teníamos que dejar sorprender por Dios. Nos teníamos que dejar sorprender por Cristo, rostro de la misericordia del Padre y Rey del Universo. Hemos cerrado la Puerta Santa del Año Jubilar de la Misericordia, todavía tenemos la oportunidad de cumplir con Dios, con la Iglesia y con el pueblo venezolano. El diálogo en tiempo de misericordia nos dice que si no hay perdón, perdón de todas las partes en conflicto, no puede generarse la apertura que permita al país enrumbarse hacia lo que supone debe ser el resultado de un proceso de diálogo. Esto no significa, en modo alguno, impunidad. Se trata de otra cosa mucho más profunda que permite actuar con levedad a la justicia, sin la carga pesada del odio y los resentimientos. No puede haber paz si no hay diálogo. No puede haber diálogo si no hay apertura al otro. No hay apertura al otro si no hay perdón. No hay perdón si no hay amor a la persona humana y si no hay amor a la persona humana no se puede acceder al futuro que nuestros hijos merecen. Esta ha sido la intención del Papa Francisco al proponer el diálogo como salida a la crisis venezolana, al menos, ha sido mi interpretación. Por eso, oro por él, tanto por el Santo Padre como por el diálogo, pero no sólo me limito a orar, laboro en función de generar terrenos fértiles para que la semilla de la misericordia y el amor florezcan.

Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum

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