Trump y Bergoglio. La tentación de compararlos es muy fuerte. El supermillonario al frente de la potencia más fuerte del planeta y el Papa de zapatos gastados que besa los pies de los pobres. Dos personalidades con perfiles nítidos y bien diferenciados. Quizás lo único que tengan en común es el inmenso peso de ambos en el escenario internacional. Resulta relativamente sencillo hacer una descripción simplificada de las personalidades y las ideas de cada uno, compararlas, contraponerlas y sacar rápidas conclusiones. Pero hacerlo sería caer en una trampa, quedarnos con la sensación de que ambos representan dos opciones posibles. Lo interesante no son sus características personales sino las ideas y las concepciones de la vida que cada uno de ellos representa.
En primer lugar habría que analizar el concepto de poder que exponen en sus discursos y gestos, y con el que cada uno actúa y lleva adelante sus propuestas. El elegido presidente de los Estados Unidos exhibe sin eufemismos una concepción del poder que es la que tienen en los hechos casi todos los poderosos, aunque en los discursos muy pocos se atrevan a expresarlo tan descarnadamente como él lo hace.
Palabras más o palabras menos, para los que gobiernan países, empresas, ejércitos o ejercen la autoridad de otras maneras, el poder es la capacidad de dominar al otro y de imponer la propia voluntad. En el otro extremo se encuentra el papa Francisco, para quien el poder es servicio y, más concretamente, un servicio al bien común empezando por los más desprotegidos.
trump-4Simplificando un poco, entre ambos extremos podemos ubicar a casi todos los que detentan poder: habitualmente actúan con los criterios de alguien como Trump y hablan con las palabras de un Papa como Francisco. Lo “políticamente correcto”, lo que está aceptado por los que mandan y los que obedecen, es el poder “disimulado”, el poder ejercido entre frases elegantes sobre la democracia y sobre “los que menos tienen”. Quizás haber roto con ese discurso hipócrita fue uno de los factores que llevó a Trump al lugar en el que ahora está y, curiosamente, es esa la misma razón de la masiva aprobación que recibe en el mundo el papa Francisco. Ambos rompen con la hipocresía, pero de diferente manera, hay que decirlo: uno abandona el discurso hipócrita desde la cima del poder, y el otro, además de denunciar la hipocresía denuncia el cinismo en la forma ejercer el poder.
En un mundo en el que los ciudadanos intuyen que se les miente permanentemente –y están hartos de esa situación– es muy común que no se perciba la diferencia que existe entre la hipocresía y el cinismo.
El hipócrita finge sentimientos que no tiene; el cínico expone con desvergüenza el mal y pretende presentarlo como un bien. El discurso del cínico tiene atracción por su apariencia de verdad: ¡al fin alguien dice las cosas tal como son! Pero en realidad ambos mienten. El hipócrita miente escondiendo sus verdaderas intenciones, miente sobre lo que piensa o siente; el cínico lo hace al describir la realidad y al presentarla como la única alternativa posible. El cínico desprecia la realidad, se pone por encima de ella, habla como si fuera el que verdaderamente la conoce y, desde allí, pretende ser el líder capaz de gobernar.
Poder y servicio
Ningún gobernante contemporáneo se atrevería a decir que el poder no es un servicio al bien común sino un atributo que se posee para imponer la propia voluntad y dominar a los demás. Eso no se puede decir, es inadmisible al menos en los países institucionalmente más desarrollados. Pero, además de no poder decirse no se puede hacer. Las clases dirigentes están cada día más acotadas en su capacidad de conducir efectivamente la sociedad y eso deriva en su desprestigio y su parálisis. La tragedia de los que mandan radica en el hecho de que el poder, concebido de esa manera, ha dejado de ser útil. El poder a los poderosos se les escapa como el agua entre los dedos, es eso lo que los impulsa a la hipocresía o el cinismo.
La aparición en escena de un personaje como el papa Francisco abre una puerta nueva: muestra que el poder como servicio no es una utopía sino una herramienta eficaz y además masivamente aprobada y valorada. Muestra en los hechos que otra forma de poder es posible. El periodismo, los comentaristas, los dirigentes en general están desconcertados; naufragan todos los intentos de clasificar la manera de conducir que propone Francisco. Pocos comprenden la inmensidad del cambio que está proponiendo y ejecutando, sus formas y palabras no encajan en las cabezas de quienes pretenden analizar su comportamiento o criticarlo. Sin embargo, sí es comprendido por pueblos enteros que están ansiosos por encontrar otra forma de convivir e intuyen en la propuesta del Papa una alternativa verdaderamente diferente y posible.
Cuando el Papa habla del poder como servicio no se refiere solamente a las formas respetuosas que deben tener las personas que gobiernan. Se trata de algo más profundo. El que tiene poder debe estar al servicio de los procesos de crecimiento de los pueblos y las personas. Francisco lo explica con claridad en Evangelii gaudium: “Uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación… Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios” (223).
Cuando lo que se intenta es ocupar o construir espacios de poder, entonces el poder es muy frágil, es un poder de poca calidad, necesita de las armas y los muros. Cuando el poder es servicio a los pueblos y sus proyectos, se necesitan puentes, diálogo, trabajo en equipo. En un mundo globalizado nadie puede quedar afuera de ese proceso. Ese es el aporte de Francisco en un planeta asustado ante el inmenso desafío de construir un mundo nuevo en el que haya lugar para todos. Los gobernantes que aspiren a tener un poder que no se degrade día a día, no deberían apoyarse en el miedo de los pueblos sino en su necesidad de convivir en paz con los que son diferentes. “Ninguna tiranía se sostiene sin explotar nuestros miedos. De ahí que toda tiranía sea terrorista… Muros que encierran a unos y destierran a otros. Ciudadanos amurallados, aterrorizados, de un lado; excluidos, desterrados, más aterrorizados todavía, del otro. ¿Es esa la vida que nuestro Padre Dios quiere para sus hijos?” (Discurso a los Movimientos Sociales, noviembre 2016).
El miedo como instrumento político
En ese mismo discurso dirigido a representantes de Movimientos Sociales, el Papa profundizó sobre el tema del miedo: “Al miedo se lo alimenta, se lo manipula… Porque el miedo, además de ser un buen negocio para los mercaderes de armas y de muerte, nos debilita, nos desequilibra, destruye nuestras defensas psicológicas y espirituales, nos anestesia frente al sufrimiento ajeno y al final nos hace crueles.”
Lo que dice Francisco tiene raíces claramente evangélicas. Jesús repetía una y otra vez a sus discípulos: “no tengan miedo”.
El panorama internacional muestra en la actualidad un retorno defensivo hacia los nacionalismos, los resultados electorales de varios países del mundo llamado “desarrollado” y el alejamiento de Inglaterra de sus ex-socios europeos, ponen de relieve el temor de pueblos enteros ante una globalización que conlleva la aceptación de convivir con personas y problemáticas que son percibidas como peligrosas. El triunfo en los Estados Unidos del millonario exitoso sin ninguna experiencia política, que apeló durante su campaña al sentimiento nacionalista americano, parece inscribirse en esa misma línea. Es lo que algunos llaman “el miedo blanco”, es decir, el temor de los blancos ante el avance de la multiculturalidad que implica la globalización.
Este es el punto en el que se observa la mayor diferencia entre los conceptos que simbolizan Trump y Bergoglio, el rico arrogante y el Papa de los pobres; el que quiere construir muros y el que propone construir puentes; el que posee un arsenal militar capaz de destruir la tierra varias veces y el que solo cuenta con el poder de su palabra y sus gestos. Es inevitable recordar la imagen de David y Goliat, pero resulta interesante preguntarse ¿quién está más asustado, el que construye muros o el que construye puentes?
En el discurso a los Movimiento Sociales recién mencionado, Francisco también profundiza: “¿Quién gobierna entonces? El dinero ¿Cómo gobierna? Con el látigo del miedo, de la inequidad, de la violencia económica, social, cultural y militar que engendra más y más violencia en una espiral descendente que parece no acabar jamás. ¡Cuánto dolor, cuánto miedo!”.
Sorprendentemente, el temor se pone más de manifiesto entre los ricos que entre los pobres, ese “látigo del miedo” que utiliza el dinero provoca mayor pánico entre los que temen perder lo que tienen que entre los pobres, que ya han aprendido a sobrevivir en las carencias.
Más adelante, el Papa pone al descubierto las raíces del terror: “hay un terrorismo de base que emana del control global del dinero sobre la tierra y atenta contra la humanidad entera. De ese terrorismo básico se alimentan los terrorismos derivados como el narcoterrorismo, el terrorismo de estado y lo que erróneamente algunos llaman terrorismo étnico o religioso. Ningún pueblo, ninguna religión es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando has desechado la maravilla de la Creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero. Ese sistema es terrorista”.
La globalización tan temida
Las palabras del papa Francisco que estamos citando no se dirigen a obispos, religiosos o catequistas; no hablan de cuestiones internas de la vida de la Iglesia ni están destinadas a un público “religioso”. El Papa habla a los referentes de los Movimientos Populares, muchos de ellos “no católicos”, incluso algunos muy críticos de la Iglesia. Habla para todos y propone un modelo de convivencia que brota desde el Evangelio, no desde alguna ideología. Jesús no trajo una Buena Noticia para la “otra vida” sino también para ésta; no solo nunca fue neutral ante la injusticia sino que fue su denuncia de una religiosidad despreocupada del prójimo lo que lo llevó a la muerte.
En un mundo asustado por la globalización el Papa no elige el camino fácil de condenarla y aferrarse a los ya conocidos nacionalismos que la misma Iglesia en su momento promovió. Lo que hace es proponer otra globalización posible: “El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad.” (EG 236). La esfera, como modelo, tiene en su centro al dinero que todo lo nivela según sus criterios y su fuerza. En cambio el poliedro tiene en su centro al hombre y a la mujer, a los pueblos y las historias concretas de las culturas.
El papa Francisco explica así la conformación de esa nueva figura de la globalización: “Tanto la acción pastoral como la acción política procuran recoger en ese poliedro lo mejor de cada uno. Allí entran los pobres con su cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades. Aún las personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos.” (EG 236).
En otras palabras: no hay que defenderse de la globalización ocupando espacios de poder y construyendo murallas sino hay que construirla acompañando los procesos de los pueblos y construyendo puentes, espacios de diálogo, cultura del encuentro. Esa globalización a construir debe tener en el centro al ser humano, sus necesidades y sus sueños; no puede construirse a partir de la lógica del dinero y la competencia.
¿Qué hacer entonces? “Es hora de saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones.”(EG 239). ¿Quién debe hacerlo? “El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural.” (EG 239).
Serán políticos y dirigentes creíbles y respetados, a quienes el poder no se les escape de entre las manos, aquellos capaces de estar al servicio de ese proceso de construcción de una globalización con rostro humano. Por eso hay que evitar comparaciones que nos distraen de lo esencial. No hay dos opciones, hay solo una: ir y venir por los puentes, sin miedo, y con los zapatos gastados.
*Director de la Revista Vida Nueva Cono Sur