“Sí, me van a matar, pero Dios va conmigo, y si algo me sucede, pues estoy dispuesto a todo”
Este año, la Iglesia católica latinoamericana se prepara para celebrar con júbilo que mira de frente a la justicia, la verdad, el amor y el sacrificio cristiano, el centenario del nacimiento de monseñor Oscar Romero (1917-1980), asesinado cobardemente por odio a la fe. La muerte fue su “sino” desde el inicio de su arzobispado. Era rechazado hasta por un amplio sector de la propia iglesia salvadoreña, tanto que podríamos afirmar, sin temor a error, que la soledad fue su compañía más cercana. Soledad que se espesó a partir del brutal asesinato de su gran amigo y hermano, el padre Rutilio Grande. Su conservadurismo, su carácter reservado, su “venir de los libros”, su apatía hacia los asuntos más humanos, lo transformaron en el candidato ideal para tomar las riendas de la iglesia de un pueblo totalmente seducido por la violencia y la injusticia. Poco a poco, la jerarquía eclesial, los sectores más influyentes del universo político, militar y social, que celebraron su llegada en un principio, le fueron dando la espalda, ubicando en la periferia, lo dejaron solo y desnudo ante la convulsionada cotidianidad salvadoreña, pues no resultó ser lo que se esperaba. Tampoco contaba con el respaldo de los sectores más progresistas dentro y fuera de la iglesia. Efectivamente, estaba solo.
Esa soledad la fue a degustar en un pequeño cuarto que pidió para él detrás del altar de la Capilla de la Divina Providencia. No quiso ostentosidad. No quiso abundancia material. Quiso la sencillez que le mantuviera los pies en la tierra, pero con la mirada puesta al cielo. Poco tiempo estuvo en ese pequeño cuarto detrás del lugar donde, tres años después, sería sacrificado como el Cordero en la cúspide del Gólgota. Las hermanitas le construyeron allí mismo una pequeña habitación, un poco más grande, donde pudiera vivir, con mayor comodidad, la profunda soledad en la cual lo dejamos padecer su agonía. Pequeño cuarto donde los pobres lo llamaban sin prevenir el juicio de la Iglesia. Allí, en compañía de su máquina de escribir IBM Execution, su pequeño grabador Bigstone, uno que otro libro y sus sótanas, vivió la dulce amargura de aquel grito que Jesús lanzó desde la cúspide de la Cruz, como reflexiona Chiara Lubich, cuando el dolor llegó a un límite en el que toda la vida queda en suspenso. Qué bello fuiste, Romero, en ese dolor infinito compartido con el varón de dolores. Una belleza que no se supo contemplar. Una belleza que no se supo entender, pero que tu pueblo, el más marginado, el más humillado, el más solo de todos, sí pudo ver y por ello extendió sus escasas riquezas para cubrirte ante la fría y oscura intemperie a la que te sometieron las jerarquías. Por no haber sabido interpretar esa belleza sublime, hoy te pido perdón, monseñor Romero.
Monseñor Romero tuvo un amor preferencial por los pobres y aunque resaltó en su discurso a los campesinos de El Salvador, también queda claro que su referencia no solo se enmarcaba en la pobreza bajo el prisma de lo económico. El amor de Romero no distinguió ni excluyó a ninguna clase social, por el contrario, aupaba a la apertura de los mejor acariciados por la fortuna económica hacia los menos favorecidos, pero su llamado no tuvo oídos. Fue un mensaje sin destino. Su discurso estaba en perfecta sintonía con el recuerdo vivo de Juan XXIII, Pablo VI (quien fue su profesor), por esa Iglesia en salida que pregonó el Vaticano II, en especial, con la Doctrina Social de la Iglesia que, bajo el inconfundible signo de la solidaridad, del respeto y del amor, gritó que era la persona del hombre la que hay que salvar, es la sociedad humana la que hay que renovar. Así como solicitaba la Iglesia, monseñor Romero defendió hasta entregar su vida por el derecho de los pobres. “Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia” (Dt 15, 7-8). Monseñor Romero no se inclinó por ningún sector político ni ideológico en particular, tan solo se dedicó hasta el extremo a promover “la dignidad y la vocación integral de la persona, la calidad de sus condiciones de existencia, el encuentro y la solidaridad de los pueblos y de las naciones, es conforme al designio de Dios, que no deja nunca de mostrar su Amor y su Providencia para con sus hijos”, así como lo anuncia la Doctrina Social de la Iglesia.
¿Se hizo extremo su discurso? Sí, pero en la medida en que se hizo extremo su amor por Dios, por la Virgen y por la Iglesia. ¿No eran tiempos extremos aquellos? Y mientras más solo se sentía Romero, mientras más gente marcaba distancia con su olor a cadáver inminente, más fuerza cobraban sus palabras, aunque nunca se escucharon desesperadas. “¿Cómo quieres que hable en esta hora de la historia?”, nos preguntaba en una de sus magistrales homilías. Muy claro estuvo siempre que él era un pastor, un guía espiritual y no un líder social, político o funcionario de un orden secular. Monseñor Romero, como la propia Iglesia, “no necesita acudir a los sistemas ni a las ideologías para amar, defender y hacer su trabajo en la liberación del hombre” (San Juan Pablo II). Lo cierto es que la soledad que envolvió a Romero y la dureza de corazón de quienes lo dejaban solo transformaron a este hombre del pueblo que sufre, como sufrió el pueblo de Karol Wojtyla, en un adalid de la confusión punzante que fue la Teología de la Liberación y como simpatizante del comunismo fue servido a los oídos del papa Juan Pablo II. El Santo Padre vivió una experiencia personal muy cruda y amarga con el comunismo polaco y bajo esa espesura hubo un par de encuentros con Romero, como escriben Bernstein y Politi en Su Santidad, “el Papa no estaba muy alentado por el deseo de entender que por la intención de luchar contra un enemigo (la Teología de la Liberación) en emboscada”. Desgraciadamente, no le brindó la oportunidad a monseñor Romero, no logró ver que, como él mismo lo hiciera en su Polonia natal, también predicaba el Evangelio como resolución de todos los problemas sociales y políticos y de todos los sufrimientos del hombre. El papa Juan Pablo II también lo dejó solo, pero se dio cuenta de ello y pidió perdón, aunque muy tarde.
Monseñor Romero vivió sus últimos días con mucho miedo, pero no miedo a la muerte. Su temor era ser desaparecido, que nunca más se supiera de él como ocurrió con miles de campesinos salvadoreños. A pesar de ello, de ese temor legítimo y humano, parecía no perder, al menos en apariencia, su calma, su natural tranquilidad y equilibrio. Comenzaron a llegar amenazas de muerte, cada vez más terrible y descarnada. Una de esas amenazas decía: “Por ser traidor a la patria y por estar levantando al pueblo contra su legítimo gobierno, esta unión patriótica LO CONDENA A MUERTE igual que hemos matado a tanto CURA comunista ¡Viva el Salvador! ¡Muera el comunismo ateo!”. ¿Qué hacemos con esto, monseñor?, le preguntaban. “Hay que archivarlas”, les respondía con solvente calma. “Pero, monseñor, ¿cree que lo van a matar, que van a cumplir?”, le preguntaban angustiados los más cercanos. “Sí, les respondió, me van a matar”, pero “Dios va conmigo, y si algo me sucede, pues estoy dispuesto a todo”. Esa serenidad que, al mismo tiempo, era resignación, resignación a comprender que el destino del cristiano es la cruz, muestra a todas luces dónde radica la fuerza vital del católico. Resignación que asumió con la alegría de quien espera recibir las promesas de Jesucristo. La alegría de la cruz: signo de contradicción.
¿Cómo pudieron dejarte solo, monseñor? ¿Cómo? ¿Por qué? Estas preguntas me las vengo haciendo desde hace meses. Y no fue hasta llegado el pasado mes de diciembre cuando logré comprender gracias a la lectura que hice de un libro de José Luis Martín Descalzo llamado Razones para el amor(1986). En uno de los artículos que conforma el libro titulado El color de la sobrepelliz, Martín Descalzo escribe: “Cuentan los historiadores que durante el mes de octubre de 1917, la Iglesia ortodoxa rusa vivió una tremenda discusión sobre el color que deberían tener las sobrepellices en las solemnidades litúrgicas. Un grupo defendía, con fuertes argumentos, que deberían ser blancas. Pero otros sostenían, con no menos importantes razones, que el color apropiado era el morado. Y ninguno de ellos se enteró de que en aquel mismo mes se preparaba y estallaba la revolución rusa, que iba a cambiar la historia de todo nuestro siglo […] No es este, desde luego, el único caso de ceguera humana. El papa León X celebraba corridas de toros en Roma mientras Lutero iniciaba su Reforma […] Y es que, curiosamente, los hombres todos somos terriblemente cortos de vista, y el mundo puede arder a tres palmos de nuestras narices sin que nos enteremos. Porque, curiosamente, el sentido que menos desarrollado tenemos es el que olfatea los tiempos históricos que vivimos […] a la misma hora en que Cristo moría, en el momento en el que giraba la página más decisiva de la historia, había, al pie mismo de ese hecho tremendo, unos hombres jugando a las tabas. Y lo último que Cristo vio antes de morir fue la estupidez humana: que un grupo de los que estaban siendo redimidos con su sangre se aburría allí, a medio metro”.
Creo que eso explica muy bien, al menos eso pienso, lo que ocurrió durante aquellos años de confusiones, dolores, sacrificios y privilegios. Creo que eso explica por qué dejamos solo a Romero. Quizás no lo explique, pero nos hace sentir, de alguna manera, menos culpables, menos responsables. Por eso, estas últimas palabras de este artículo van dirigidas a ti, monseñor Romero. Voy a celebrar el centenario de tu nacimiento, pero siento que, de alguna manera, antes de hacerlo, tengo que pedirte perdón. Perdón porque, nuestra indiferencia con los más necesitados espiritual y materialmente hablando, nos hace cómplices y contrarios a la fe que nos ufanamos en profesar, que era tu fe, por la cual ofrendaste tu vida. Perdón monseñor, por haberme negado a escuchar el sufrimiento de los inocentes. Perdón, porque cada vez que di la espalda, tú volvías a caer en aquel altar de la Capilla del hospitalito y, cada vez que tú caes, un clavo sigue reteniendo a Cristo en la cruz. Tú no te quedaste callado, a pesar de que estuviste solo ante la oscuridad de la noche. Te obligaron a adentrarte en la historia de tu tiempo para luego dejarte a tu suerte, para que los hechos, la inconmensurable realidad te interpelaran. Te abriste con honestidad cristiana a un diálogo con esa cruda realidad y no tuviste miedo de hablar con todos: con el gobierno, con opositores, con guerrilleros, con militares, con quienes te dieron la espalda, con todos, y pese a los resultados, casi siempre adversos, nunca perdiste el optimismo y la esperanza. Te pido perdón, monseñor Romero, te pido perdón por haberte dejado solo.
Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum
*Decano de Facultad de Educación de la Universidad Católica de Maracaibo