Las desigualdades entre los hombres son las que muestran la verdad del rostro del prójimo
“Solamente la violencia del amor, la que dejó a Cristo clavado en la cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros”, eso lo decía Mons. Oscar Romero en la homilía del 27 de noviembre de 1977 para exponer en cuál violencia sí creía. Violencia de Cristo que apuntaba a amar al prójimo como centro gravitacional de su peregrinaje por el mundo de los hombres, ya que, “el que dice que ama a Dios, pero odia a su hermano, es un embustero (1 Jn 4,20). Mons. Romero no se cansó de predicar ese amor hasta en los momentos más duros y oscuros, hasta en esos días tensos que condujeron a su muerte en el altar, ya que estaba convencido de que esa era la única fuerza que puede vencer al mundo. Por ello se asumió como constructor de esta gran afirmación que es la afirmación de Dios que nos ama y nos quiere salvar. Dios nos ama con amor tierno, profundo, infinito y eso justamente fue lo que vino a enseñar Jesucristo, rostro de la misericordia del Padre, a amar con ternura, amor íntimo, amor que nos brinda sentido, nos identifica, por eso nos llamó por nuestro nombre y le pertenecemos (Cfr. Is 43,1). Ahora bien, quién era el prójimo para Oscar Romero en ese tiempo de oscuridades que le tocó vivir.
Justamente, para Romero estaba muy claro que mientras más oscuridad se cierna sobre los hombres, con mayor claridad brilla la luz de Dios mostrando el rostro del prójimo. Paradójicamente las desigualdades entre los hombres son las que muestran la verdad del rostro del prójimo, ya que “estas desigualdades injustas, estas masas de miseria que claman al cielo, son un antisigno de nuestro cristianismo. Están diciendo ante Dios que creemos más en las cosas de la tierra que en la alianza de amor que hemos firmado con Él, y que por alianza con Dios todos los hombres debemos sentirnos hermanos... El hombre es tanto más hijo de Dios cuanto más hermano se hace de los hombres, y es menos hijo de Dios cuanto menos hermano se siente del prójimo”. Dios les ha brindado a todos los hombres que realmente desean buscarlo un camino para llegar a Él. Ese camino lo explica de manera fascinante Cristo en la parábola del buen samaritano y comprendiendo muy bien la profundidad del amor que allí se encierra para nuestros tiempos, Mons. Romero la aprovecha para decirnos que en “la parábola del buen samaritano tenemos la condenación de todo aquél que piensa honrar a Dios y se olvida del prójimo: ni el sacerdote, ni el levita, ni ningún hombre que por ir a Misa, por ir a adorar a Dios, por estar pensando en Dios se olvida de las necesidades del prójimo”. En tal sentido, el prójimo para Romero, de entrada, son todos los hombres sin distinción de ningún tipo, sin importar el mal que hayan hecho, pues, como recordaremos, el samaritano no le preguntó al herido ni quién era, ni por qué estaba en esas condiciones, nada, sólo volcó su amor, su caridad, su misericordia sobre él, de la misma manera en que funciona el amor de Dios que, como lluvia o como sol, cae sobre todos por igual.
Trató siempre de tener un corazón ancho como el de Cristo e imitarlo para poder “llamar a todos a esta palabra que salva, para que todos nos convirtamos, yo el primero, nos convirtamos a esta palabra que exhorta, que anima, que eleva”. Trató siempre hasta el martirio de enseñar el pecado que despertaba la falta de amor, gran enfermedad del mundo moderno. “Todo es egoísmo, todo es explotación del hombre por el hombre. Todo es crueldad, tortura. Todo es represión, violencia. Se queman las casas del hermano, se aprisiona al hermano y se le tortura. ¡Se hacen tantas groserías de hermanos contra hermanos! Jesús, ¡cómo sufrirás esta noche al ver el ambiente de nuestra patria de tantos crímenes y tantas crueldades! Me parece mirar a Cristo entristecido desde la mesa de su Pascua mirando a El Salvador y diciendo: y yo les había dicho que se amaran como yo los amo”. Sin embargo, siempre estuvo claro en que el amor cristiano nunca es neutral, sino parcial, y mira siempre a las víctimas de la injusticia, por ello cuestionó ardientemente el hecho de que muchos cristianos asuman posturas de neutralidad que buscan justificarse en la propia Palabra de Dios. La Palabra de Dios, así como su amor, es acción constante y permanente. Frente a una situación de maldad y de pecado, el cristiano no puede apelar a un Cristo reconciliador con el único fin de mostrar conformismo y resignación con la situación de miseria y de empobrecimiento: “Predicación que no denuncia el pecado, no es predicación del Evangelio. Predicación que contenta al pecador para que se afiance en su situación de pecado, está traicionando el llamamiento del Evangelio. Predicación que no molesta al pecador sino que lo adormece en el pecado es dejar a Zabulón y Neftalí en su sombra de pecado. Predicación que despierta, predicación que ilumina, como cuando se enciende una luz y alguien está dormido, naturalmente que lo molesta, pero lo ha despertado. Esta es la predicación de Cristo: despertad, convertíos. Esta es la predicación auténtica de la Iglesia. Naturalmente, hermanos, que una predicación así tiene que encontrar conflicto, tiene que perder prestigios mal entendidos, tiene que molestar, tiene que ser perseguida. No puede estar bien con los poderes de las tinieblas y del pecado”.
Ahora bien, cuál es la posición que frente al pecador, frente al que violenta, frente al poseído por la maldad, recomienda Mons. Oscar Romero: firmeza, sin duda, ser firmes en defender con pasión nuestros derechos, pero esa defensa debe estar iluminada por un gran amor en el corazón, “porque al defender así con amor estamos buscando también la conversión de los pecadores. Esa es la venganza del cristiano”, ya que, siguiendo las enseñanzas de Pío XII, es a todo el mundo al que hay que salvar, salvar lo salvaje “para hacerlo humano y de humano, divino”, ya que no se trata de salvar el alma del hombre a la hora de morir, “hay que salvar al hombre ya viviendo en la historia”. No perder la perspectiva del Cristo que nos tiende la mano en medio de la tormenta y nos dice que vayamos a Él sin miedo. Ir a Él, en medio de estas oscuridades tan espesas, es comprender que “todos valemos mucho, porque somos criaturas de Dios y Dios ha hecho derroche de maravillas en cada hombre”. Por ello, con una valentía que sólo puede estar sostenida en la Verdad divina pedía a su pueblo, pisoteado, violentado, vejado, humillado, asesinado, desaparecido, traicionado, que no dejaran anidar a la serpiente del rencor en sus corazones “que no hay desgracia más grande que la de un corazón rencoroso, ni siquiera contra los que torturaron a sus hijos, ni siquiera contra las manos criminales que los tienen desaparecidos. No odien”. Los que sufren no están desaparecidos a los ojos de Dios, de la misma manera en que, los que hacen sufrir están muy presentes ante la justicia de Dios.
Para Monseñor Romero el segundo mandamiento que es el referido al amor al prójimo “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12, 33). “De hecho, el que ama a su prójimo -nos recuerda san Pablo-, cumple el decálogo, los diez mandamientos, porque nadie que ama al prójimo lo daña: «En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 9-10). El cristianismo es una religión del amor, de un amor como el de Cristo que hizo siempre lo que agradaba a Dios y amó a los hombres hasta dar la vida por ellos, hasta su última gota. San Pedro resume Tu vida, Jesús, diciendo «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38)”. Esta es la autenticidad del cristiano y es por ello que esa autenticidad siempre se prueba en la hora difícil. “Se llama hora difícil, dirá Monseñor, porque en esa hora es muy difícil vivir como auténtico seguidor del único Señor, porque es mucho más fácil quedarse siguiendo a los muchos «señores» fáciles, que se han erigido en ídolos de la hora”. En estas y tantas horas difíciles, qué necesaria resulta una conciencia dócil a la verdad del Señor. En todas las horas difíciles que no permiten distinguir el amor que en nosotros hay para ser derramado en los otros, “es necesaria la oración unida a una auténtica voluntad de conversión. Una oración que, desde la intimidad de Dios, aísle del barullo confuso de las conveniencias superficiales de la vida; una voluntad de conversión que no tema perder «prestigios» ni privilegios, que no tema cambiar de modo de pensar cuando se cae en cuenta de que Cristo exige un nuevo modo de pensar más acorde con su evangelio”.
La oración es una guía extraordinaria para no perder de vista el amor que nos orienta verdaderamente al prójimo en medio de la tormenta, que no permite que nos distanciemos de la verdad que arde en todos, aunque nuestras conductas sean terribles, espesas y criminales. La oración permite al hombre comprender con claridad la profundidad del perdón que, en modo alguno, guarda relación con cualquier resquicio de impunidad. Orar, decía Santa Teresa de Lisieux, significa dar un salto de corazón hacia Dios; un grito de amor agradecido desde la cima de la alegría o desde el fondo de la desesperación; es una fuerza inmensa, sobrenatural que me abre el corazón y me une a Jesús”. “La oración, decía Romero, es la cumbre del desarrollo humano. El hombre no vale por lo que tiene, sino por lo que es. Y el hombre es, cuando se encara con Dios y comprende qué maravillas ha hecho Dios consigo. Dios ha creado un ser inteligente, capaz de amar, libre”. Orar abre caminos en el hombre para aprender a abrirse a los hombres, para poder tasar su valor desde la perspectiva de Cristo que no mira al pecador, sino al pecado y sobre él actúa desde el amor. Esa perspectiva de Cristo que, lacerado por el dolor, se atrevió a pedir perdón por quienes desmembraban sus carnes. Ese amor que ya nos habla del perdón para el cual todo tiempo es oportuno. Lo sabía muy bien Romero: “Yo comprendo que es duro perdonar después de tantos atropellos; y sin embargo, esta es la palabra del Evangelio: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y persiguen, sed perfectos como vuestro Padre celestial, que hace llover su lluvia e iluminar con su sol a los campos de los buenos y de los malos». Que no haya resentimientos en el corazón”. Amor de Dios que no deja que el hombre se desanime aunque el horizonte de la historia parezca oscurecerse y cerrarse, como si las realidades humanas hicieran imposible la realización de los proyectos de Dios. “Dios se vale hasta de los errores humanos, hasta de los pecados de los hombres para hacer surgir sobre las tinieblas lo que ha dicho Isaías”: una gran luz. Una gran luz que permite ver, en medio de cualquier oscuridad humana, a Cristo en el corazón de todos los hombres diciéndonos: Ven, no tengas miedo.
Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum
*Decano de la Facultad de Educación de la Universidad Católica Cecilio Acosta, Maracaibo, Venezuela