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Jorge Oesterheld*

Fanatismo, identidad y violencia


La existencia de la opinión pública es una de las características de las sociedades democráticas. Desde sus orígenes griegos, la concepción democrática de la vida va unida al debate y al diálogo que hacen posibles los acuerdos básicos de una convivencia pacífica. Aquella plaza pública de Atenas, en la que las ideas se enriquecían en el intercambio, ha sido reemplazada en nuestro tiempo por esas inmensas plazas que ya no se constituyen en recintos físicos y encuentros cara a cara, sino en ese complejo conjunto de medios de comunicación en los que se canalizan los debates contemporáneos. Sin una libre circulación de las opiniones sobre los aspectos más variados de la vida no es posible la democracia. Por este motivo, también las sociedades democráticas modernas son viables si en ellas existe un verdadero respeto de la libertad de pensamiento y expresión. Lo contrario a la democracia es la eliminación de la circulación de las ideas y la imposición de un pensamiento único. Los ejemplos están a la vista.

Esa estrecha relación que existe desde hace siglos entre democracia y libre circulación de las ideas fue adquiriendo diferentes matices según las épocas. En nuestros días el debate se ha desplazado hacia el papel que juegan los medios de comunicación. Se acusa a los medios de no ser neutrales y de manipular la circulación de las opiniones, se considera la objetividad como algo imposible y muchos intentan volver a la antigua plaza, ahora “la calle”, como el único espacio auténticamente democrático de expresión y de presión. Otros se refugian en las redes sociales, como una manera de neutralizar el poder de los grandes medios de comunicación tradicionales. La discusión está abierta y seguramente se prolongue por bastante tiempo.

¿Para qué discutimos?

Vivir en un mundo pluricultural y en un tiempo atravesado de discusiones apasionantes, ofrece una ventaja de la que quizás no hemos tomado suficiente conciencia: día a día se va imponiendo la necesidad de profundizar en lo que estamos diciendo. A medida que crece la superficialidad y se multiplica la mentira, va surgiendo en la sociedad, y en cada persona, la urgencia de formularse las preguntas más esenciales y de encontrar las raíces más profundas de los desencuentros. Cuando la reflexión es reemplazada por el insulto o la descalificación, entonces lo importante no es el tema que se discute sino el porqué de la discusión. ¿Por qué discutimos? ¿Para convencer al otro? ¿Para reafirmar mis convicciones? Un paso más: ¿Por qué quiero convencer al otro y reafirmarme a mí mismo? ¿Por qué una diferencia de opinión me enoja, me pone a la defensiva y me siento agredido? Quizás lo que ocurre es que quienes pretenden imponer un discurso único, lo hacen porque en ellos mismos solo hay espacio para un único discurso.

El auténtico debate tiene como objetivo enriquecer las propias ideas, descubrir otros puntos de vista, aprender algo nuevo; poner un poco de luz en una situación compleja. Las mejores discusiones son las que obligan a salir de las convicciones en las que estamos instalados y empujan hacia lo nuevo y diverso. Cuando las diferentes opiniones generan enojo ¿o habría que decir “miedo”?; cuando es necesario agredir, descalificar, gritar o llegar a la violencia física, lo que está quedando en evidencia no son las convicciones sino las inseguridades.

Detrás de todos los fanatismos hay miedo y por eso suelen engendrar terror. El fanático identifica su ser con su manera de pensar y por eso cualquier agresión a su punto de vista se convierte en una amenaza a su misma existencia. Si la persona “es lo que piensa”; si se define a sí misma en función de sus convicciones políticas, religiosas o las que fuere; entonces está enredada en una trampa de difícil salida. Nuestro ser no se define por lo que se piensa sino por lo que se ama. Francisco, en su mensaje a los comunicadores en el año 2014, nos dice: “Dialogar significa estar convencidos de que el otro tiene algo bueno que decir, acoger su punto de vista, sus propuestas. Dialogar no significa renunciar a las propias ideas y tradiciones, sino a la pretensión de que sean únicas y absolutas.”

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