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Wooldy Edson Louidor

Migraciones entre drama y esperanza


Las dos palabras que mejor expresan la compleja experiencia migratoria son drama y esperanza. “Drama”es el nombre que sintetiza la dolorosa sensación que un migrante vive al dejar su casa, su territorio, su lugar de pertenencia, sus vecinos, sus amigos, sus referentes simbólicos, culturales e históricos. El drama es aún mayor cuando se trata de un desplazamiento forzado (dentro o fuera del propio país) a causa de la guerra, de la violencia, de la persecución política o por otros motivos, de la crisis humanitaria, de la pobreza, de catástrofes naturales, de megaproyectos de minería y desarrollo.

El drama específicamente “migratorio” implica pues el fin de un mundo. El mundo del migrante. El mundo de su pasado. El mundo de su presente. El mundo que configura su proyecto de vida. El mundo que engloba sus horizontes y perspectivas de futuro.

Algunos autores, llamamos esta experiencia de fin de mundo “desarraigo”, ya que conlleva a que la persona migrante rompa con sus raíces y con lo que constituye su “identidad” –por lo menos, lo que considera como tal-. Esto implica dolor, sufrimiento, desestabilización, incertidumbre, ansiedad y miedo.

Pero la otra cara de la experiencia migratoria es la esperanza, en medio del drama. La esperanza es la que va a convertir el drama en acción, para que la persona migrante deje de ser solamente objeto de sufrimiento, de políticas y leyes y de las actitudes de la sociedad de llegada. Para que se vuelva un sujeto.

La esperanza es capaz incluso de transformar las vivencias terribles, por las que una persona migrante pueda pasar –agresión sexual y física, hambre, deshidratación, humillación, etc.-, en fuentes de vida, en parte de un nuevo proyecto de vida.

De hecho, lo que más anima a los migrantes en su compleja experiencia es la esperanza de llegar al final del camino, la ilusión de sacar adelante a sus seres queridos, la utopía de construir una nueva vida.

En el mundo, los seres humanos que más cristalizan la esperanza son indudablemente los migrantes. Enfrentan dificultades y obstáculos desde sus lugares de origen, pasando por los trayectos cada vez más peligrosos, hasta llegar a sus destinos donde a menudo los espera la hostilidad.

Peor aún es el caso de millones que no encuentran un lugar u hogar donde reposar la cabeza, donde recobrar la dignidad, donde recuperar sus derechos humanos fundamentales y su inclusión como seres humanos y miembros de una comunidad.

Son los sin hogar, los sin lugar, los sin mundo, quienes deambulan y erran a través del Mediterráneo, en los campamentos en la península griega, en el Mar de Andamán, en América Latina, en el Caribe. Es el caso de tantos venezolanos y venezolanas, cuya desesperación continúa al cruzar la frontera, por ejemplo en Cúcuta, y en los países adonde llegan; luchan desesperadamente por sobrevivir junto con sus familias, buscan trabajo, esperan obtener su regularización migratoria. Llevan a cuestas su dolor: el dolor de haberlo perdido todo y –peor aún- de no saber qué les depara el futuro ni aquí ni allá.

Drama y esperanza no están separados en la experiencia migratoria. Algunas migraciones que iniciaron con mucha esperanza terminan en dramas. Es el caso de las víctimas de trata de seres humanos.

Otras migraciones que empezaron como resultado de un drama finalizan con esperanza. Es el caso de las familias sirias que fueron acogidas finalmente en Alemania entre 2015 y 2016.

Otras más concluyen con la desgarradura que implica recuperar por fin su proyecto de vida lejos de su tierra “ensangrentada”, pero con la tristeza de que otros familiares y conciudadanos que quedaron en el país de origen están sufriendo. Ha sido el caso de la diáspora de la guerra colombiana: cerca de medio millón de colombianos y colombianas que han llevado a cuestas el dolor de la guerra, lejos de la patria.

Profesor investigador en Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar Universidad Santo Tomás Colombia

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