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Valmore Muñoz Arteaga *

Monseñor Romero y el perdón o la venganza del cristiano


*Decano de la Facultad de Educación, Universidad Católica de Maracaibo

Si me llegan a matar desde ya perdono a los que lo vayan hacer, y yo agarro esa frase para mí, si él (Cristo) que entregó su vida, los perdonó, yo también los perdono. Mons. Romero

A Lilia Boscán de Lombardi

Normalmente, cuando se hace referencia a la conversión profunda que vivió Monseñor Oscar Romero frente a la realidad histórica de El Salvador que terminaría por arrojarlo de manera infatigable a la lucha por los derechos humanos, se hace mención del impacto que él causó el cruel y cobarde asesinato del padre Rutilio Grande. De hecho, así fue. Sin embargo, hubo otro asesinato posterior al del padre Grande que lo marcaría de manera decisiva. Me refiero al asesinato del padre Alfonso Navarro, ocurrido el 11 de mayo de 1977 en la Parroquia Cristo Resucitado de la Colonia Miramonte. Un asesinato no menos cobarde que el cometido dos meses antes contra el padre Grande, pero que le brindaba a Romero, y por medio de Romero a nosotros, una lección de amor cristiano. El padre Alfonso solicitó como última voluntad que lo inhumaran en la capilla y, más que hablar, gritaba: “!Sé quiénes me han matado, pero también quiero que sepan que los perdono!”. Al arribar al centro de emergencias, tan pronto lo pusieron en una camilla rodante y lo metieron a una sala, el padre Alfonso Navarro murió y ahí quedó con la mirada clavada en el cielo. En la homilía de Mons. Romero leída en el funeral del padre Navarro dijo: “Es el grito del beduino que, como el Padre Navarro, muere perdonando a los que le acribillan. Quiero agradecer el testimonio de esa mujer buena que lo recoge agonizando entre sangre, y al preguntarle si le duele algo, dice: «No me duele más que el perdón que quiero dar a mis asesinos, a los que me han acribillado, y el dolor que siento por mis pecados. Y que el Señor me perdone". Y comenzaba a rezar. Y así mueren los que creen en Dios, aun con sus deficiencias humanas y con sus pecados»”.

Las situaciones de conflicto jamás podrán ser consideradas en su profundidad y superadas de verdad, sin una verdadera conversión del corazón, sin el hambre de una justicia mayor, sin espíritu de paz, escribiría Romero en un artículo para el Semanario Orientación en 1971. La conversión es una oportunidad que se le abre al hombre en el corazón, es un llamado que recorre todas las Sagrados Escrituras y llega hasta nosotros con la única finalidad de volver a Dios. El Papa Francisco nos recuerda que Jesucristo predicó la conversión desde la cercanía, desde una antropología del acercamiento, desde una semántica de la cordialidad volcada sobre los pecadores y necesitados. “De este modo, dice Francisco en su catequesis del 18 de junio de 2016, les manifestaba el amor de Dios. Todos se sentían amados por el Padre a través de él y llamados a cambiar de vida”. Esta conversión profunda tiene sus raíces en el perdón, pues en ese momento los hombres tenemos la capacidad de acoger en nuestros corazones el don de la misericordia. He allí la gran lección que, por medio del oscuro asesinato del padre Navarro, no brinda Monseñor Romero: “No por allí, no por los espejismos del odio, no por esa filosofía de diente por diente y ojo por ojo, que eso es criminal; sino por esta otra: «Amaos los unos a los otros». No por los caminos del pecado, de la violencia, se va a construir un mundo nuevo, sino por los caminos del amor”.

El amor a Dios es fuente del amor al prójimo. La caridad cristiana posee esta inagotable fecundidad. La búsqueda primaria del reino de Dios no nos debe llevar al olvido de las necesidades de los otros, incluso de los que atentan contra nosotros, ya que precisamente cuando vemos reflejado en sus rostros el sufrimiento se convierte para nosotros en imágenes transparentes de Cristo. Jamás debemos olvidar esta característica nuestra y esta original concepción religiosa y humana de nuestra simultánea y jerárquica relación con Dios y con el prójimo. Y es que a veces, ese rostro de odio de quienes nos adversan e intentan destruirnos, no es más que el rostro de un Cristo sufriente por un corazón que lo ignora.

Por esta razón, Monseñor Romero nos invita, incluso desde su martirio también perdonado, a abrirnos a la posibilidad del perdón, pero, ¿a qué llamamos perdón? Cuando hablamos de perdón ¿tenemos conciencia clara de lo que esto realmente significa? El perdón brota como flor hermosa plena de los aromas dulces del amor evangélico. “Seremos firmes, sí, dice Romero, en defender nuestros derechos, pero con un gran amor en el corazón. Porque al defender así, con amor, estamos buscando también la conversión de los pecadores. Esa es la venganza del cristiano”, pero no se puede cosechar lo que no se siembra. ¿Cómo vamos a cosechar amor en nuestro mundo, si sólo sembramos odio? El perdón es una palabra compleja que, de alguna manera, hemos vuelto más confusa. Normalmente lo confundimos con palabras que, sin duda, guardan alguna relación, pero que no lo explican del todo. La mayoría de nosotros cuando pensamos en perdón lo hacemos casi siempre como una categoría que se desprende del derecho, de la cosa jurídica, cuando realmente pertenece a una herencia religiosa. Afirma Derrida que el perdón significa sin duda una urgencia universal de la memoria, “es preciso volverse hacia el pasado; y este acto de memoria, de autoacusación, de contrición, de comparecencia, es preciso llevarlo a la vez más allá de la instancia jurídica y más allá de la instancia Estado-nación”. Sin embargo, tanto Romero como nosotros mismos, tenemos plena conciencia de que la historia moderna es, antes que nada, la historia del recurso al crimen militar sistemático, por esta razón, el tema del perdón, se nos revela con una relevancia singular, en cuanto a que, pedir perdón, implica el reconocimiento del crimen cometido.

Monseñor Romero, así como la Iglesia católica, comprende que, por más que el hombre lo desee, no se puede deshacer lo que está hecho, y esto es lo que abre el espacio al perdón como algo problemático para los hombres, pues el mal del que hemos sido víctimas puede resultarnos tan doloroso, tan profundo, tan escabroso que sólo cabe el oído como respuesta inevitable. El perdón no devuelve lo perdido, pero puede ubicarnos ante la posibilidad de que lo ocurrido no ocurrió. Esto, como es de suponer, también nos ubica en una posición límite. Vladimir Jankélévitch teoriza sobre el perdón apuntando a que éste no es, en modo alguno, una actitud o forma de pensar, sino un momento que sucede en un instante y luego se esfuma. “En un movimiento singular; radical, e incomprensible, el perdón lo borra todo, lo aleja todo y lo olvida todo. En un abrir y cerrar de ojos, el perdón hace tabula rasa del pasado, y este milagro es para el perdón tan simple como decir hola, buenas tardes o “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Por esta razón, el perdón auténtico encierra una radicalidad milagrosa, inefable, extrajurídica, más allá de toda razón, porque en cuanto se den razones, el perdón se transforma en esa confusión de la que nos habla Derrida. El perdón bebe directamente del amor y por esta razón se encuentra siempre más allá de todo sistema ético. El amor y el perdón, entonces, pertenecen al instante como acontecimiento que rompe el devenir y que inaugura un nuevo comienzo. Romero comprendió que la conversión que brota del perdón es el camino para curar hasta los males más profundos del hombre: “El mal es muy profundo en El Salvador, y si no se toma de lleno su curación, siempre estaremos -como hemos dicho- cambiando de nombres, pero repitiendo siempre el mismo mal”.

El perdón no implica, entonces, cambiar de punto de vista sobre lo que hizo el culpable considerándolo inocente. Este no es el acontecimiento. No es la revelación de un inocente en medio del pecado. El acontecimiento es la revelación en el instante del amor al otro y el desprendimiento de las razones de venganza que yacen en el corazón del ofendido. Esto se revela en las palabras del Cristo que pende de la cruz, pero también de los labios tembloroso del padre Navarro ante el crimen de su propio asesinato y que destaca Romero en su homilía. El perdón, lo comprende Romero y la Iglesia, sólo florece en el plano de lo irracional del amor y no en el plano racional del logos de la justicia. El perdón, como desprendimiento absoluto de la venganza, renuncia a cualquier tipo de reparación o de indemnización, es decir, niega cualquier tipo de intercambio utilitarista. Sin embargo, el perdón en Romero no sólo brota del amor, sino de la convicción plena del cumplimiento de la promesa de la resurrección: “que nos puede llevar a la muerte, pero seguramente también a la resurrección”. El perdón es el triunfo del amor y el amor es la venganza del cristiano, ya que es lo único que realmente prevalecerá. “No hay desgracia, dirá Romero, no hay catástrofes, no hay dolores, por más inauditos que sean, que cuando se sufren con amor a Dios, no se conviertan en corona de gloria y de esperanza […] No dejen que se anide en el corazón de ustedes la serpiente del rencor, que no hay desgracia más grande que la de un corazón rencoroso, ni siquiera contra los que torturaron a sus hijos, ni siquiera contra las manos criminales que los tienen desaparecidos. No odien”.

Ante el cuerpo del padre Rutilio Grande, Monseñor Romero dijo: “Una motivación de amor. Hermanos, aquí no debe palpitar ningún sentimiento de venganza. Aquí no grita un revanchismo, como dijeron ayer los obispos. Son los intereses de Dios, que nos manda amarlo sobre todas las cosas y nos manda amarlos a los otros como a nosotros mismos […] Queremos decirles, hermanos criminales, que los amamos y que le pedimos a Dios el arrepentimiento para sus corazones, porque la Iglesia no es capaz de odiar, no tiene enemigos. Solamente son enemigos, los que se le quieren declarar; pero ella los ama y muere como Cristo: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen»”. La autenticidad del cristiano se prueba en la hora difícil y Romero tuvo muchas horas de este tipo. Prácticamente el último año de su labor como Arzobispo de San Salvador vivió con serenidad la aproximación de la muerte. La sabía inminente. “Unos días antes, monseñor nos había dicho que ya le habían sentenciado. Estaba seguro de que lo iban a matar, pero él decía que no se iba a morir, que iba a resucitar”, aseguraron que dijo días antes de su martirio. Monseñor Romero quedó completamente solo y amenazado, sin apoyo de nadie, y muchos sacerdotes también por miedo se alejaron. En esas horas, brilló con más intensidad el amor que promueve el perdón. “Yo comprendo que es duro perdonar después de tantos atropellos, dijo Monseñor Romero, y sin embargo, esta es la palabra del evangelio: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los os odian y persiguen. Sed perfectos como vuestro Padre»" que no haya resentimiento en el corazón, en nuestros corazones. “Si me llegan a matar desde ya perdono a los que lo vayan hacer, y yo agarro esa frase para mí, si él (Cristo) que entregó su vida, los perdonó, yo también los perdono” porque el amor es la venganza del cristiano.

Laus Deo. Virginique Matri. Pax et Bonum.

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